
Prontos a la fiesta definitiva de nuestra fe, el centro vivo de la Cristiandad, la Pascua. La Cuaresma se torna en un verdadero camino de conversión en el que hay todo un dinamismo que responde al hombre de una forma integral, hasta el punto de tocar su mismidad y llevarlo con plena consciencia de voluntad a una conversión, a un encuentro con un Jesucristo crucificado, un Jesucristo personal que, de una forma concreta y palpable responde a los anhelos únicos de ésa persona.
El proceso de amorización
Por el sendero de María, Madre del Crucificado
La Virgen Madre que, preparando su corazón para ser traspasado por una espada de dolor – como se lo predijo Simeón – nos da un ejemplo perfecto de este “camino” a la conversión. Ella en sí misma es un reflejo del dolor de su Hijo.
Ella, que guarda todo en su corazón para meditarlo, nos da una serie de actitudes/virtudes que nos marcan el sendero seguro hacia un dolor profundo y cargado de vivencias que se resumen en el Amor.
Sin duda, de esta psicología maternal en todo su sentido, nos muestra que, para llegar a esta Pascua tan anhelada, a esa resurrección tan anunciada, a esa conversión pretendida, es necesario el dolor.
María resguarda en sus ojos los encuentros definitivos con el Hijo. Los momentos de la Cruz.
Dirá entonces el Salvador en el momento definitivo para la humanidad: “Madre, he aquí a tu hijo, hijo he aquí a tu Madre”, dándole a la Virgen el título eterno y universal de Madre de la humanidad.
Era necesario pues, como cuando una madre da a luz a sus hijos que, se hagan presentes los dolores de parto. En María, era la crucifixión de su Único Hijo, los dolores de parto para el nacimiento de la humanidad entera, de nosotros, sus hijos.
Al encuentro con el Señor Jesús, El Crucificado
Guiado por un amor recio y profundo, lleno de experiencias de dolor-alegría, nos vemos de rodillas junto a la Madre, ante un Jesucristo clavado en una cruz. Clavado no ya por los clavos, sino por nuestros pecados.
Ya no es Él quien carga la cruz, sino que, es la cruz quien lo sostiene a Él.
La forma más perfecta de estar listos para este encuentro es practicar el silencio de María. El verdadero silencio, llevado con un sentido que responde a la oración, a la vida y al apostolado. El silencio que es necesario para poder encontrar en nuestro interior esa vocación al dolor y la penitencia, que luego nos realiza y nos hace partícipes de la alegría y el gozo de la felicidad eterna en el Crucificado-Resucitado.
Dolor-Alegría
La relación personal con Jesucristo y su Madre, nos abre el paso a la comprensión de uno de los misterios más grandes del corazón de Dios. El dinamismo del dolor y la alegría.
Un dolor que no duele en sí mismo, sino que duele en cuanto se apoya para ser dolor. La razón por la que se está dispuesto a todo, dando homenaje a la disponibilidad de la propia vida para aquella causa.
El dolor del Señor, de verse desnudo, abandonado, golpeado y atribulado. El dolor de enfrentarse a la actitud agresiva e irracional del hombre que, dándole la espalda a su Salvador, continúa pidiendo una respuesta para su vida, cuando ya ha crucificado a la Verdad.
El dolor de la Virgen, de dar a luz a los hijos que crucificaron a su Único Hijo.
Sin embargo, son éstos mismos dolores los que entrevén una alegría profunda que se hará manifiesta en todo aquél que logra encontrarse con este Varón de dolores.
No es una alegría que pueda clasificarse para unos o todos, sino que, es una alegría que a cada hombre posee de manera distinta, pero que, en todo sentido, terminan de igual forma siendo poseídos por Jesús.
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